Si arrivata curi capiddri appizzutignati e
selvatici supu u luago du lavuru? Ein, arito coqueto?
Llamadme Darth. El pelito apenas por debajo de la boya de la
oreja, se desliza –gracias a la esforzada, casi cómica, contención de una
hebilla mariposa– obediente y apocado hasta el sólido tabique del naso, momento
en el que estalla la locura y los pelos se arrebolan y entrelazan alocados, se
inflan y expanden con ansias infinitas de otredad, hacia afuera, hacia la
libertad, que se repantiga en el sólido triángulo capilar conocido comúnmente
–¡ah, la creatividad del vulgo!– como “casquito”.
De lejos, doy a Vader con casco, me sale natural. Al verme
llegar, mis amigos se codean y cuchichean de pronto alegres, respiran con
asmática dificultad y me preguntan dónde extravié capa y guantes de cuero. Los
odio durante el momento que dura la sensación de diferencia solitaria, y luego
me resigno: pertenezco a una minoría. Tengo cerda en la cabeza, pelos
eléctricos y fuertes, rebeldes, indomeñables. Inútil que, al acudir a la poda
periódica, todos los engranajes enmovimientados por mi deseo de novedad
comenten la extrema porosidad, la dureza y alambrez de mis crenchas altivas. El
brazo no tuercen ni permitirán engaño alguno: descienden con orgullo de
mapuches, herencia que resistirá hasta el suspiro postrer en el nido de
carancho que me corona y me conduce, sonambúlica, a la esperable vinchita
horizontal. Con franqueza y sin tapujos: en la paleta de Ángel Della Valle, mi
cabellera sería la que asoma por sobre la mano reboleante de impotente
incensario o apenas debajo de la cruz espantada. O casi entrelazada con la
mansedad pálida de la cautiva, visiblemente pertrechada en los andurriales del
éxtasis, delectación de erigir la desnudez de su proa, orgulloso tetamen que
encuentra la ocasión justa para exhibir su exquisita orondez sin tapujos,
apañada por la morfología de un meandro de la historia nacional.
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